EL BRUJO POSTERGADO
En
Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó
decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a
buscarlo.
El
día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una
habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el
motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco
y le dijo que se alegraba mucho de su venida. Después de comer, el deán le
refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica.
Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen
porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró
que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya
arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían
aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza
contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la
sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusieran a asar
hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por
una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían
bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera
había una celda y luego un a biblioteca y luego una especie de gabinete con
instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos
hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le
hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no
demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de
su tío, lo otro por tener que interrumpir sus estudios. Optó por escribir una
disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto
con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había
fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios
que lo eligieran a él. Decía también que no se molestara en venir, puesto que
parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A
los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus
pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando do Illán vio estas cosas
se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor
que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante
para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanzago
para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen
juntos para Santiago.
Fueron
a Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió
el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando
en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó
la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo
saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre,
pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don
Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron
para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años
recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal,
dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le
recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le
hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su
madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma.
Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los
recibieron con honores, misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y
nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don
Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y
le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel,
diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había
sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a
España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces
don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz
sin temblor:
- Pues tendré que comerme
las perdices que para esta noche encargué.
La
sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa
se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan
avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que
bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la
calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.
(Del Libro de
Patrimonio del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro
árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches)
Jorge Luis Borges
Historia universal de la
infamia.
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