literatura.itematika.com/descargar/libro/7/la-vida-del-lazarillo-de-tormes.html
http://members.tripod.com/~trabajo_creativo/libro.htm
http://albalearning.com/audiolibros/anonimo_lazarillo.html (Audiolibro) No tienen ni necesidad de leerlo sólo escucharlo.
Bajen a la computadora el prólogo y los tres primeros capítulos o consigan el libro en biblioteca.
martes, 22 de mayo de 2012
Instrucciones para subir una escalera, Julio Cortázar
Instrucciones para subir una escalera
Nadie habrá dejado de
observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube
en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca
paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se
repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.
Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la
derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un
peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos
elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio
que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá
formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una
planta baja a un primer piso.Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
lunes, 21 de mayo de 2012
El instructivo
Chicos: pueden encontrar un Power Point con las características del instructivo en las direcciones abajo nombradas.
www.slideshare.net/guestaa9da9a/texto-instructivo-1543379 y
viernes, 18 de mayo de 2012
Slumdog Millionaire.
Hoy vemos la película Slumdog Millonaire para profundizar el conocimiento de la India y para establecer relaciones con la novela de Tabucchi, Nocturno Hindú. El que estuvo ausente, puede pedirme la copia o verla por su cuenta.
El brujo postergado, El Infante Don Juan Manuel.
EL BRUJO POSTERGADO
En
Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó
decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a
buscarlo.
El
día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una
habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el
motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco
y le dijo que se alegraba mucho de su venida. Después de comer, el deán le
refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica.
Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen
porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró
que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya
arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían
aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza
contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la
sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusieran a asar
hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por
una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían
bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera
había una celda y luego un a biblioteca y luego una especie de gabinete con
instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos
hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le
hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no
demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de
su tío, lo otro por tener que interrumpir sus estudios. Optó por escribir una
disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto
con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había
fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios
que lo eligieran a él. Decía también que no se molestara en venir, puesto que
parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A
los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus
pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando do Illán vio estas cosas
se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor
que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante
para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanzago
para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen
juntos para Santiago.
Fueron
a Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió
el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando
en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó
la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo
saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre,
pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don
Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron
para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años
recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal,
dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le
recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le
hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su
madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma.
Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los
recibieron con honores, misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y
nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don
Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y
le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel,
diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había
sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a
España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces
don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz
sin temblor:
- Pues tendré que comerme
las perdices que para esta noche encargué.
La
sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa
se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan
avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que
bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la
calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.
(Del Libro de
Patrimonio del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro
árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches)
Jorge Luis Borges
Historia universal de la
infamia.
La noche boca arriba, Julio Cortázar
La noche
boca arriba
[Cuento. Texto completo]
Julio Cortázar
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A la deriva, Horacio Quiroga
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El hambre, Manuel Mujica Laínez
El hambre
Manuel Mujica Lainez
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas dela Orden de
Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre
la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave
María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón dela Frontera detestaba al
señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los
caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó!
España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en
el Río de la Plata. Todos
se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si
estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños,
entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues
se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó:
le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia.
¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no
nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden
endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira,
mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan
recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por
qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero dela Orden
de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor
Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras
del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón dela Frontera
hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
Manuel Mujica Lainez
Misteriosa Buenos Aires (1950)
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
Manuel Mujica Lainez
Misteriosa Buenos Aires (1950)
Viaje al Río de la Plata
Ulrico Schmidl
Capítulo XI
El sitio de Buenos Aires
Después de esto seguimos un
mes todos juntos pasando grandes necesidades en la ciudad de Bonas
Ayers hasta que pudieron
aprestar los navíos. Por este tiempo los indios con fuerza y gran poder
nos atacaron a nosotros y a
nuestra ciudad de Bonas Ayers en número hasta de 23.000 hombres;
constaban de cuatro naciones
llamadas, carendies, barenis (guaranís), zechuruas, (charrúas) y
zechenais diembus (chanás
timbús). La mente de todos ellos era acabar con nosotros; pero Dios, el
Todopoderoso, nos favoreció a
los más; a él tributemos alabanzas y loas por siempre y por sécula
sin fin; porque de los
nuestros sólo cayeron unos 30 con los capitanes y un alférez.
Y eso que llegaron a nuestra
ciudad Bonas Ayers y nos atacaron, los unos trataron de tomarla
por asalto, y los otros
empezaron a tirar con flechas encendidas sobre nuestras casas, cuyos techos
eran de paja (menos la de
nuestro capitán general que tenía techo de teja), y así nos quemaron
la ciudad hasta el suelo. Las
flechas de ellos son de caña y con fuego en la punta; tienen también
cierto palo del que las
suelen hacer, y éstas una vez prendidas y arrojadas no dejan nada; con las
tales nos incendiaron, porque
las casas eran de paja.
martes, 8 de mayo de 2012
Los mitos
Los Mitos de creación
Cosmogonía (del griego κοσμογονία, kosmogonía o κοσμογενία, kosmogenía, derivado de κόσμος, kosmos ‘mundo’ y la raíz γί(γ)νομαι,gí(g)nomai / γέγονα, gégona, ‘nacer’) es una
narración mítica que pretende dar respuesta al origen del universo y de la
propia humanidad. Generalmente, en ella se nos remonta a un momento de
preexistencia o de caos originario, en el cual el mundo no
estaba formado, pues los elementos que habían de constituirlo se hallaban en
desorden; en este sentido, el relato mítico cosmogónico presenta el
agrupamiento —paulatino o repentino— de estos elementos, en un lenguaje
altamente simbólico, con la participación de elementos divinos que pueden
poseer o no atributos antropomorfos.
Mito: La palabra «mito» deriva del griego mythos, que signfica ‘palabra’
o ‘historia’. Un mito tendrá un significado diferente para el creyente, para el
antropólogo y para el filólogo. Esa es precisamente una de las funciones del
mito: consagrar la ambigüedad y la contradicción. Un mito no tiene por qué
transmitir un mensaje único, claro y coherente.
La mitología no es sino una alternativa de
explicación frente al mundo que recurre a la metáfora como herramienta
creativa. Entonces, los relatos se adaptan y se transforman de acuerdo a quien
los cuenta y el contexto en el que son transmitidos. Los mitos no son
dogmáticos e inmutables sino que son fluidos e interpretables.
El mito de la caja de
Pandora se inicia cuando
Prometeo se atrevió a robar el fuego que portaba el dios Sol en su carro. Zeus
furioso ordenó a diferentes dioses crear una mujer que pudiera seducir a
cualquier hombre. Hefesto la creó con arcilla y le brindó formas sugerentes.
Atenea la vistió elegante y Hermes le dio el don de seducir para que finalmente
Zeus le dé vida y la mande a la casa de Prometeo.
Allí vivía junto a su hermano Epimeteo
que a pesar de haber sido advertido de la venganza de Zeus aceptó la llegada de
Pandora y se enamoró hasta tomarla por esposa.
Pero Pandora traía con ella una caja con todos los males que puedan contaminar
al mundo de desgracias. Uno de esos elementos era la esperanza, consuelo de
quien sufre.Pandora presa de la curiosidad abrió la caja y así dejó escapar sin
quererlo todos los males. Los bienes subieron hasta el Olimpo y junto a los
dioses. La muchacha presa del pánico cerró la caja y quedó dentro la Esperanza , que era
necesaria para superar todos los males.
Pandora corrió hacia los hombres para
intentar consolarlos, hablándoles de la esperanza, explicándoles que siempre
podrían acudir a ella ya que estaba bien guardada.
miércoles, 2 de mayo de 2012
Esplicasiones de una Señora que sescapa con otro
El Secretario Epistolárico
Negro:
te pido por fabor de que no tomés a mal que yo agarre mis prendas de vestir y me vaya del cotorro, ni que pensés de mí con lijeresa, aplicándome tal o cual metáfora dibna de mejor suerte… ¡Te juro que me voy para tu bien, negrO, y que algún día vas a comprender todo el tremendo sacrificio que hago para que triunfés con tu concomitansia de poetA y de conpositor de música, todo lo cual hoy andás bastante flojo y sin poder encontrar un tema para un gran tango que te haga venir popular y honbre de plata!
No te vayás a pensar de que te dejo porque a tu reina una pobresa insuperable, y que si una sigue vibiendo acá a la larga se acostrumbraría a comer el reboque de la paré… ¡queesperansa! Me voy, negrO, para ver si al encontrarte solo, triste y abandonado, sin dada más que la guitarra y el perrito companiero que por mi ausensia no comería, te sentás a escribir un presioso tango, en el cual me tratés de todo, diciéndome que soy uan ingrata malbada, una percanta trasionera o lo que a vos te guste, que no me voy a ofender por eso.
Todavía, si querés más datos para tu composisión, te comunico que al escaparme del bulíN me voy con un cabaliero que conosí el otro día en el sentrO, el cual de me asercó cuando yo estaba mirando una vidriera, y me dijo: “Usté merecería un tapado de bisontE y un coliar de brillantes, sinpática…”, a lo cual yo le contesté: “¿Le parese?...” y como una palabra saca la otro y las 2 laban la cara, a la final quedamos que yo me iría a vibir con él, que me tratará como una reinA, y hasta prometió de comprarme una licuadora para que yo pueda haser jugo en mis horas de ósio… ¿Te das cuenta qué cambio?
¡Adiós negrO, no mechés la culpa de nada y pensá que todo lo hago para que triunfés con una cansión en contra mía… ¡Ha, y apurate que te van a desalojar antes del 30!
Se despide de vos, tu tierna conpaniera quescapás de haser cualquier cosa parayudarte, Camila (haora gladiS”).
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